Recorro las calles de Bukchon, el barrio más antiguo de Seúl, y vuelvo a sentir la misma emoción que me embriaga cada vez que descubro un nuevo destino. Las casas de estilo hanok componen una postal de lo más tradicional, de aquellas que uno almacena en su memoria y recrea cada vez que recuerda un viaje.
Las jóvenes coreanas, concentradas en un único objetivo, pasean vestidas con sus trajes tradicionales dispuestas a dejarse inmortalizar en cada esquina del mítico vecindario: se trata del pasatiempo nacional, algo que ha llevado a que las tiendas de alquiler de los típicos hanboks se hayan convertido, muy probablemente, en el negocio de más éxito en los alrededores.
Trato de fijarme a conciencia en los pequeños detalles. Detengo la mirada en todos y cada uno de los rincones que definen la esencia del lugar. Y, sin poder evitarlo, aprieto el disparador de mi cámara incesantemente. Como cada vez que viajo, me invade la necesidad de capturar cada momento. Una pasión -¿o podría decir vocación?- que, con los años, gracias al esfuerzo y la perseverancia, se ha convertido en una parte fundamental de mi profesión: soy periodista de viajes.
Pero todo surgió hace mucho más tiempo. Para empezar, el mundo de la fotografía fue algo que, desde muy pequeña, me había fascinado. Siempre fui la amiga de la pandilla que llevaba a cada excursión del colegio su cámara compacta para retratar esos momentos únicos e irrepetibles. Gracias a eso hoy puedo echar la vista atrás y rememorar aquella época. Bueno, gracias a eso y a que mis padres nunca pusieron un “pero” a gastarse lo necesario en revelar todos esos carretes con los que la niña volvía de cada escapada.
Más tarde llegaría el amor por el periodismo. Mucho antes de que, probablemente, ni tan siquiera supiera en qué consistía realmente esta profesión, lo único que tenía claro era que me gustaba escribir y que me apasionaba contar historias. Y preguntar, preguntar mucho.
Que el camino escogido finalmente fuera el periodismo de viajes, también estaba prácticamente cantado. Por cuestiones familiares, pasé los nueve meses en el vientre de mi madre en aviones que conectaban Londres con Andalucía. Finalmente acabé naciendo en la capital británica, y siempre he pensado que esa fascinación por conocer qué se esconde más allá de mis fronteras, aprender sobre otras culturas, sobre otras maneras de vida y, en definitiva, sobre otros mundos, ha sido consecuencia, de algún modo, de mis orígenes.
Durante la adolescencia ya pasaba las horas fantaseando con este o aquel destino mientras que mil preguntas rondaban mi cabeza: ¿cómo sería el día a día en las calles de La Habana? ¿Y en un pequeño pueblo de Senegal? ¿Qué se sentiría al contemplar las pirámides de Egipto o a qué olerían los mercados tailandeses? Necesitaba vivirlo y contarlo.
Aunque, eso sí, hacerlo a mi manera. Existen tantos tipos de fotografía de viajes como personalidades: a mi parecer, son dos conceptos que van unidos desde el inicio. En mi caso, lo que siempre me ha enamorado de la fotografía y del periodismo de viajes en general es intentar retratar, en la medida de lo posible, escenas que representan esos otros rincones del mundo. Conseguir transmitir la esencia del destino.
Y es que el día a día está repleto de instantes que a simple vista pueden resultar irrelevantes pero que resumen a la perfección cómo se vive en un lugar, ya sea en una inmensa ciudad como Seúl o en una pequeña aldea de Sudáfrica.
Por eso, en mis viajes jamás falta una parada en algún mercado, un paseo por los barrios más populares o un acercamiento a sus rincones más alternativos. Me gusta interactuar con la gente, acercarme a ella y entender su forma de vida y costumbres. Ganar su confianza para que el resultado, una vez aprieto el botón de la cámara, muestre una espontaneidad fuera de artificios. Los retratos me fascinan, pero aún más la fotografía que cuenta con cierto dinamismo, la que muestra momentos en los que ocurren cosas. Una manera de trabajar que Fujifilm me ha ayudado a afianzar aún más.
La cámara Fufijilm X-Pro2 apareció en mi vida hace relativamente pocos meses: la fidelidad a mi antigua cámara me hacía difícil fiarme de otras alternativas. Y, para mi sorpresa, su llegada supuso toda una revolución en mi forma de trabajar. Se trata de una cámara versátil, cómoda y de fácil manejo que me permite transportarla con facilidad y utilizarla libremente, sin sentir en ningún momento que intimido a las personas que tengo frente a mí. Algo que, para mí, es indispensable.
La peculiar estética de la cámara confirma que las cosas buenas no tienen por qué ir reñidas con un diseño bonito. Pero donde caigo rendida ante Fujifilm es, sin lugar a dudas, en la calidad de imagen: esa nitidez, que se mantiene intacta aún haciendo zoom en la fotografía o subiendo el ISO hasta donde sea necesario, es algo fuera de lo normal.
Suelo viajar siempre con dos objetivos: un zoom Fujinon XF16-55mm y una lente fija de 23mm. En los dos casos la apertura de diafragma me permite trabajar cómodamente incluso en lugares con poca luz. Además, existe otro detalle con el que Fujifilm acabó por ganarme: cuando viajo me gusta ir compartiendo a través de redes sociales algunas fotografías sobre las experiencias que voy viviendo, y gracias a su aplicación móvil, que permite traspasar de manera inalámbrica las imágenes en alta calidad, esto se ha convertido en algo comodísimo y práctico.
¿Qué más puedo decir? Fufijilm ha ganado la batalla con creces, superando mis expectativas. Ahora, revisando mis fotografías de Corea, lo tengo más claro que nunca. Aquí me quedo, abrazando momentos por todo el mundo y haciéndolos míos gracias a mi cámara Fujifilm X-Pro2.