El primer día que vi las calles de Madrid vacías me invadió una sensación muy extraña. Como si no fuera real. Como si lo estuviera viendo en una película. Ese día, en el que nos dijeron que teníamos que confinarnos en nuestras casas, llevaba colgada al hombro mi Fujifilm X-T2. Y con ella tomé las primeras imágenes del silencio, del vacío, de la situación más insólita que hemos vivido desde que tengo memoria.
Soy María Senovilla, periodista y fotógrafa, y estoy especializada en Defensa y comunicación de los conflictos armados por la Universidad Complutense. Siempre he pensado que no era muy habitual el perfil del periodista que disparaba las fotos para sus propias crónicas, o al menos no lo era cuando yo me licencié. En aquella época, los periódicos enviaban equipos formados por plumilla y fotero para trabajar en el mismo tema, y cada uno se dedicaba a lo suyo. Hoy sólo lo siguen haciendo las grandes cabeceras.
Pero en mi caso la pasión por la fotografía vino a solucionar una necesidad cuando decidí cubrir la guerra de Afganistán, como freelance, en el año 2009. Viajaba sola y no me quedaba otra que fotografiar yo misma las historias que iba consiguiendo. Y fue perfecto. Desde entonces concibo los reportajes como un todo, donde texto y fotografías se complementan del mismo modo que los distintos instrumentos se funden en una melodía.
Con esta filosofía he cubierto la crisis sanitaria causada por el Covid-19 los últimos tres meses, en los que me he dedicado casi con exclusividad a documentar la operación militar Balmis. Es una de las pocas ventajas de trabajar como freelance: tú decides qué historia quieres contar, y con qué herramientas vas a contarla.
Mi equipo está formado por una Fujifilm X-T2 y tres objetivos. Un Fujinon XF 18-55 –totalmente todoterreno y mi favorito para grabar vídeo por su estabilizador–, un Fujinon XC 50-230 –que utilizo principalmente para retrato– y un ultra angular de 12mm. Y para la cobertura del Covid-19 no he usado ni flashes ni trípodes.
Ser parte de la escena
Cuando di el salto hacia las cámaras sin espejo, alentada por el ejemplo de muchos fotoperiodistas que ya hacían sus trabajos con mirrorless, no imaginé que reducir las dimensiones del equipo condicionaba tanto la forma de trabajar. Y no me refiero sólo al peso, que también, si no a un factor psicológico que te permite acercarte mucho más a las personas sin asustarlas. La cámara no impone, deja de ser un muro entre el fotógrafo y lo que fotografías. Todo es más relajado. Te integras en la escena.
Luego viene el factor físico, el de los kilos y los gramos. Si te dedicas a cubrir eventos que “están vivos”, como manifestaciones o la mayoría de las cosas que transcurren en la calle, puedes pasar horas caminando cargada con el equipo. Si en circunstancias normales esto ya supone un esfuerzo físico, durante esta crisis se añadían factores que lo dificultaban todo… y es que, en la mayoría de las ocasiones, tenías que llevar puesto un traje de protección EPI y no podías dejar la bolsa sobre ninguna superficie. Que todo mi equipo Fuji entre en una bolsa, y que su peso no sea excesivo, ha sido clave para mí.
Condiciones adversas
Entre los distintos escenarios que he documentado, las descontaminaciones de hospitales, albergues o centros sociales han sido los más interesantes. Los que mejor reflejaban esa lucha contra el enemigo invisible que todos hemos combatido, cada uno a nuestra manera. En 98 días los militares han realizado la friolera de 19.900 descontaminaciones por todo el país. Y para poder acompañarles en su trabajo, y retratar esos momentos, tenías que seguir los mismos protocolos que ellos.
Empezando por ponerte el ya citado EPI sobre tu ropa –que para quien no lo haya probado es un mono de plástico dentro del cual la sensación térmica se eleva unos cuantos grados y sudas a mares–, colocarte una mascarilla tipo FFP2, unas gafas similares a las de buceo, cubrir la cabeza con la capucha y las manos con guantes. Una vez protegida, pasabas por una estación de descontaminación donde te vaporizaban de pies a cabeza con una mezcla de agua y lejía, desinfectaban también el calzado con el que ibas a entrar al recinto y, con una bayeta impregnada en la misma mezcla, tenías que limpiar el equipo fotográfico y su funda.
Al entrar, los militares que iban a hacer el trabajo se dividían en equipos. Y comenzaban a nebulizar la mezcla a base de lejía o, en el caso de los hospitales, de un compuesto antiviral. Trabajaban a una velocidad endiablada, y esquivando las ráfagas de producto, yo intentaba permanecer lo más pegada a ellos para fotografiar desde su mismo punto de vista.
El planeamiento de las sesiones estaba claro. Pero hacerlo no resultaba fácil. El primer impulso, el de acercarte la cámara al ojo, chocaba con las aparatosas gafas, que además estaban empañadas por dentro y salpicadas con gotitas de lejía por fuera. Tuve que trabajar a través del live view de la cámara, sin ver de forma clara qué estaba a foco. Y aquí entró en escena una de las funciones que más me gustan de la Fujifilm X-T2: la ayuda al enfoque en modo manual. Tanto el Focus Peaking como la pantalla dual han sido fundamentales para mí en este periplo.
Hubo otros escenarios. Algunos aparentemente más sencillos. También hubo jornadas maratonianas que pusieron a prueba la duración de las baterías –punto en contra con respecto a las réflex, aunque compensado en todo lo demás–.
Al final la foto la hace el fotógrafo y no la cámara. Es una afirmación que comparto al 100%. Pero a día de hoy es innegable que los avances tecnológicos nos facilitan el trabajo en muchas ocasiones. Lo llegan incluso a salvar en los casos más extremos. En las situaciones adversas es donde ves las limitaciones, y después de estos meses puedo decir que me está gustando lo que veo con la serie X de Fujifilm.