Esta primavera, Chernobyl está ardiendo. En el mes en el que se cumple el 34 aniversario del desgraciado suceso, sigue ardiendo. Un año después de uno de los viajes más introspectivos que he hecho nunca, rebusco entre las instantáneas y los sentimientos que despertaron en mí una tierra y una historia de la que no tenía apenas conocimientos previos, pero con la que ahora estoy muy sensibilizado.
Soy Javier Zapata, periodista y fotógrafo formado en la Universidad de Sevilla e Imago Center. En este último centro, disfruté bajo la tutela de Francisco Guerrero, Karen Gajate y Fran Medina, entre otros grandes fotógrafos, de quienes adquirí un completo aprendizaje sobre la luz que aplico en la fotografía social y de estudio. Actualmente, gracias a mi colaboración con Lince Photo Agency, desarrollo parte de mi trabajo codo con codo con los mejores fotoperiodistas de Sevilla. Una amalgama de enseñanzas que, sumadas a mi equipo Fujifilm, me permite plasmar mi impronta, mi forma de ver la vida.
Y es por ello, pues cada uno tenemos una perspectiva distinta y personal de los acontecimientos, que me dispongo a contar lo que experimenté en una intensa jornada en la ciudad ucraniana de Chernobyl, a la que acudí con una Fujifilm X-T2, más las ópticas Fujinon XF10-24mm y XF16-55mm. Acompañantes ideales para documentar una historia que había que cubrir de cerca. Un equipo que se volvió a adaptar a las exigencias a las que lo sometí, de nuevo, en una situación especial.
El madrugón para acudir a tiempo al lugar de encuentro desde donde partimos en Kiev, la capital de Ucrania, aplacó levemente los nervios previos. No terminas de ser consciente de que está llegando un momento en el que te vas a topar de frente con la historia, con el escenario de uno de los fatales acontecimientos que han tenido lugar. Una vez más, casualmente, el hombre pasaba por allí.
Agua embotellada, vestimenta recomendada y sin dosímetro encima. En este caso, nos dejamos llevar por lo atrevido de la ignorancia, aunque mis dos compañeros y yo sabíamos que nos enfrentábamos a algo serio, a pesar del ambiente distendido que reinaba en los albores de la expedición.
Poco más de dos horas de camino después, ahí estábamos. Como era de esperar, una barrera protegida por militares nos impedía el paso. Antes de entrar, llegó el momento de registrarse y releer las normas de seguridad: “No coger nada del suelo; no tener contacto directo con naturaleza ni animales, en caso de encontrarnos con alguno; no ingerir nada, no fumar…”. Unos consejos lógicos que eran rematados con algo que parecía que no hacía falta recordar: “Por favor, estamos en una zona donde ocurrió uno de los mayores desastres de la humanidad, sean respetuosos y no hagan bromas”.
Hasta ahí, todo bien. Sin embargo, justo en la entrada, percibí cierta irreverencia que no casaba con la concienciación que nos pedían a los visitantes. Una tienda de regalos que se saltaba casi todas las reglas, sacando a relucir leyendas e historias para no dormir sobre las duras consecuencias de la radiación. “De algo tendrá que vivir esta pobre gente”, me dije. Aunque me retumbó otro pensamiento: “Pero sacarle dinero a una desgracia de tal magnitud…”.
Sacudí mi cabeza e intenté liberarme de prejuicios para aclarar mi mente y abrir bien ojos y oídos. Cruzamos unos tornos y dimos el primer paso en la zona de exclusión. “Aquí no vive nadie, excepto aquellos que la sociedad ha rechazado”, escuché frente a un monumento que indicaba dónde estábamos entrando: Chernobyl.
A continuación, vimos una exposición al aire libre de maquinaria de guerra que, a finales de los años 80, las principales potencias del mundo contemplaban enviar al espacio para seguir conquistando terreno allende las fronteras planetarias. La urgencia de la situación provocó que fuera cedida y utilizada para intentar afrontar esta batalla contra la radiación, algo que hasta el momento no había hecho nadie. Y es que, como señalan los testimonios que recoge Svetlana Aleksiévich en su libro ‘Voces de Chernobyl’, los soviéticos estaban acostumbrados a librar guerras, pero esta vez no sabían cómo enfrentar a este enemigo etéreo.
Una estructura muy bélica, protegida por unas puertas con ornamentación militar, fue nuestro siguiente alto en el camino. De dimensiones colosales, desde ahí, Rusia quería controlar los movimientos espaciales de sus enemigos. Por lo que Chernobyl no sólo servía para abastecer de energía nuclear…
A la salida, varios guías se dieron encuentro. Todos fumando. “¿Pero, y las reglas? Bueno, ellos sabrán, que son los que vienen aquí a diario”. Tras una puerta, una imagen escalofriante: un espantapájaros de basura ataviado como un soldado con máscara antigás. “Vaya, parece que esté colocado ahí queriendo”, opiné.
Una reflexión que se fue repitiendo en las paradas consecutivas: guarderías, colegios, granjas, viviendas… No obstante, tal pensamiento no aflojó el pellizco en el estómago a medida que avanzábamos. Al contrario, aumentó y llegó a su punto álgido cuando vi el sarcófago, zona cero de toda aquella tragedia, donde los trabajadores del lugar siguen transitando y donde se recuerdan a los que dieron su vida por la causa con un sencillo monumento.
En ese punto del día, agradecí mucho la ligereza del equipo Fujifilm, librándome de grandes cargas de peso, pudiendo guardar fuerzas para el resto del recorrido. Además, a pesar de controlar minuciosamente la técnica, con el visor electrónico pude dar rienda suelta a mi creatividad. Y es que, con este modelo sin espejo, estaba seguro de que había sacado todo el provecho posible en los distintos cambios de escenario que tuvimos hasta el momento.
De este modo, llegamos al ecuador de la jornada, cuando nos llevaron a un comedor en el que servían un menú y te pedían encarecidamente que te lavaras las manos a conciencia. La siguiente parada prometía: Prypiat.
En la ciudad fantasma diseñada para los trabajadores de la central nuclear, todo tenía un punto sobrecogedor, pese a que el cielo ya había abierto completamente. Así, con la simulación de película Classic Chrome, pude captar notablemente esta transición. Los colores grisáceos con los que nos recibió Chernobyl mudaron a un potente celeste que daba a entender que la naturaleza sí está superando las atrocidades provocadas por el hombre.
Edificios completos abandonados, los cuales no distaban mucho estéticamente con algunos que había sin habitar en pleno centro de Kiev; supermercados y negocios saqueados después de la evacuación de la ciudad; un hotel del que fueron borradas las huellas de sus últimos huéspedes; el graderío de un estadio de fútbol que prometía ser uno de los más potentes de Ucrania; un teatro en el que entraba un revelador rayo de luz; un polideportivo con ambiciosos fines olímpicos; o una jefatura de policía con su respectivo calabozo, entre otras construcciones que contaban una historia distinta con cada mirada y que poco más tarde serían aún más identificables tras el ‘boom’ provocado por la serie de televisión que se estrenó en mayo de 2019.
Fue entonces cuando repuntó el interés turístico en la zona de exclusión, que sigue en lucha por su propia supervivencia y donde el parque de atracciones que nunca se llegó a inaugurar es todo un icono, lugar en el que más fotografías se toman. Allí, cuando el viaje tocaba a su fin y nos disponíamos a emprender el camino de vuelta, nuestro guía nos pidió un selfie. Justo antes de pulsar el disparador, exclamó: ¡Cáncer!