Cerré los ojos tan fuerte que, sobre el telón negro de los párpados aparecieron puntitos blancos, como si fuesen estrellas sobre el cielo. Me repetí varias veces que lo que estaba viviendo era real, y me convencí de que, a veces, los sueños de un fotógrafo se hacen realidad. Por fin abrí los ojos, y suspiré con un profundo agradecimiento, todo era real, estaba en Myanmar.
Todo empezó unas semanas antes, estando aún en Madrid, donde soñé que descubriría una vez más un lugar fascinante en un remoto lugar, al igual que en mis viajes anteriores, pensé que quizás aún queden culturas herméticas al mundo exterior, alejadas de la banalidad del mundo en el que vivimos. Imaginé paisajes bañados en misticismo, pueblos perdidos de la voracidad del consumismo occidental, dialectos olvidados y palabras antiguas escritas en libros antiguos de viejas tapas de piel. Imaginé que quizás, sitios así aun existan más allá, pero hay que salir a buscarlos. Todo esto y más, es lo que significó Myanmar para mí.
Todo sucedió en el centro geográfico de Myanmar (antigua Birmania), en un pueblo llamado Nyaungshwe, situado a las orillas del majestuoso Lago Inle, en el estado de Shan. Allí me encontraba, embelesado por las sensaciones de viajar en un mundo desconocido, pero a la vez alerta y con los ojos bien abiertos, ya que a menos de 500 kilómetros de distancia de mí, se estaba llevando a cabo un genocidio: la persecución y asesinato de miles de personas de la etnia Rohingya por parte del gobierno de Win Myint ¿su pecado? Ser musulmanes. Sin duda, una historia trágica que dejará inevitablemente una profunda huella en la historia reciente.
En estas tierras rurales se respira un imaginario silencio en el ambiente. Cuando los vientos templados bajan por las montañas hacia el Lago Inle, parece como si estos se llevasen consigo las malas noticias del genocidio, y los locales, en vez de hablar de ello, decidiesen sonreírme y olvidar lo que realmente está pasando.
Por suerte, me encontraba en un sitio idílico e inimaginable. No lo dudé, y me dejé llevar desde el primer momento por mi espíritu aventurero y la adrenalina del fotógrafo, junto a mi inseparable cámara Fujifilm X-T2 y con los objetivos XF16mm f1.4 y XF35mm f1, listo para fotografiar y documentar la vida diaria de la gente local de este magnético lugar.
En estas viejas tierras, lo primero que percibí fue como el sosiego arropa y gobierna en las calles de Nyaungshwe. El incienso aromatiza los puestos callejeros y los mercados rebosan vida y anhelo por mejorar. Los locales conviven en armonía con los monjes budistas, que despreocupados de la crisis humanitaria que afecta a su país, conservan la calma y transmiten pese a todo, mucha serenidad, que ayuda al equilibrio de la sociedad. Al atardecer, los niños salen de las escuelas y desde los monasterios se escucha los rezos de los monjes budistas.
En Nyaungshwe, al igual que en la mayoría del país, las armas del genocidio son sustituidas por pequeñas dosis de prosperidad, por hábitos de monjes color ocre y ríos de espiritualidad. Más allá del lago Inle, en las colinas situadas al este del pueblo de Nyaungshwe, la vida rural sigue anclada en el pasado, condicionada por las cosechas y acompasada a la meditación y los rezos de los monjes budistas de los monasterios perdidos entre bosques y altas colinas.
Perdido en la espesura, existe una pequeña aldea a la que llegué porque el destino así lo decidió por fortuna y pura casualidad. Estimulado mi curiosidad innata, decidí averiguar que hay más allá de donde mis ojos no ven. Así pues, seguí caminando a través de un caminito perdido, mientras grandes búfalos de agua pastaban en paz y los lugareños me observaban con mucha curiosidad.
Al final del camino, y ajeno al interés de los forasteros, encontré el pequeño monasterio de Htet Eain Gu y su magnífica cueva dedicada a Buda. Pronto percibí una melodía similar a voces de niños, como canticos acompasados al unísono. Al igual que un tigre sigue el rastro de su presa, decidí dejarme llevar con intriga hasta el origen de la melodía, hasta que averigüé de que se trataba: era una escuela de niños novicios budistas.
De repente un niño de me acercó, era Zaw, un novicio budista de unos 8 años. Sin pensarlo dos veces, tomó mi mano e hizo de anfitrión enseñándome la escuela. Allí había más de cincuenta niños novicios, que se me acercaron con curiosidad para saludarme con confianza y amistad.
Las puertas y ventanas de las clases permanecían abiertas de par en par, permitiendo al viento entrar para llevarse las doctrinas aprendidas y evangelizar con la paz tan necesitada en el país. Fui recibido con sonrisas y se me permitió entrar e inspeccionar con libertad, como si en este lugar los secretos fuesen compartidos por todos, y por ello, liberándome de mis miedos y errores del pasado.
Aproveché el momento y empecé a fotografiar, a reír y emocionarme con los niños, a jugar a ser uno más de ellos. Por unas horas conseguí olvidar quién soy, para recordar quién fui en la niñez. En cada fotografía que realicé sentí una magia especial, que como fotógrafo no he vuelto a sentir. Probablemente fue el instante, el momento, el lugar y las personas, que hicieron que las horas que pasé allí fuesen las más especiales de mi vida.
Quizás en un futuro, estos chiquillos se conviertan en líderes espirituales en Myanmar, capaces de pedir perdón al pueblo rohingya y predicar con el ejemplo de la paz y el respeto. Quizás sean ellos los que escriban un futuro mejor, sabiendo canalizar la influencia de la filosofía budista, y así, dar equilibrio a la convivencia y la solidaridad entre todos las personas que conforman el pueblo birmano.