A dos meses de terminar este pletórico 2018, miro hacia atrás y recuerdo que empecé el año viajando a Uruguay, un país latinoamericano del que poco se oye hablar, pero que esconde algunos de los rincones más impresionantes que he visto nunca, y al que estaré siempre eternamente agradecida.
Es un país que te atrapa desde que aterrizas. Te seduce con sus carreteras largas y rectas, llenas de campos infinitos, donde el ganado bañado por los primeros rayos del sol, se dibuja siempre en la línea del horizonte, como un cuadro de tonos ocres que te deslumbra y desconcierta al mismo tiempo. Y es que nunca sabes hacia dónde mirar. Todo se llena de intensidad, de detalles especiales, de lugares en los que quisieras pararte a admirar el ritmo de la vida. Una vida mucho más lenta y tranquila que la que tenemos en Europa.
Su costa llena de recovecos, esconde pueblos con una belleza singular, a la par que pintoresca, y es que todos están repletos de historias que hablan del mar, el amor y la familia.
Desde Montevideo, la capital de la república, conduzco por la ruta 9, en dirección al departamento de Rocha, acompañada de mi FUJIFILM X-T20 y dos únicas lentes; un XF18-55 mm y un XF56 mm 1,2 f. Me propongo recorrer toda la costa de Maldonado y Rocha en coche, hasta llegar a la frontera con Brasil. Quiero descubrir qué esconde la parte menos conocida de este país.
Kilómetro tras kilómetro, me voy enamorando de todo lo que veo por el retrovisor, y que lamentablemente dejo atrás, no sin antes hacer fotos desde el coche o en el arcén de la carretera. Saco la Fujifilm X-T20, la enciendo, selecciono el enfoque, y los parámetros manuales, y disparo. Así una y otra vez durante 20 días.
Me sorprende ver que la gente aquí, todavía hace auto stop. Personas de todas las edades, niños, adolescentes, ancianos y transeúntes, esperan con la mano levantada que alguien pare y les acerque unas cuadras (manzanas) más allá. Y es que la gente en este país tiene algo especial, no sabría decir muy bien el que, pero desprenden un aura que me hace sentir bien. No me separo de la cámara, es como si en este viaje, se hubiera creado en mí una conexión especial. Siento que necesito fotografiarlo todo, captarlo todo, recordarlo todo, como si tuviera miedo a olvidar que la vida me ha traído hasta aquí, a estos 35 grados de calor, en pleno enero. A este lugar a 10.000 kilómetros de mi casa, que ya empiezo a reconocer como mío.
Dormir cada día en un sitio diferente, ver como anochece, y descubrir bajo un manto de estrellas de cristal, como el que jamás había podido ver, que mirar y fotografiar, y fotografiar y mirar, es algo que se lleva dentro. Nace de ti, lo sientes. Es una especie de impulso, una electricidad que te provoca la necesidad de hacer algo con todo lo que estás viviendo. Y es que, una de las mejores cosas de viajar con una Fujifilm X-T20, es el tamaño y el peso, porque sin que te des cuenta, la cámara acaba convirtiéndose en una extensión más de ti. Es parte de tu brazo, de tu cuello, y a veces de tus piernas, cuando las utilizas como trípode. Cuando en un intento por superarte a ti misma, buscas el mejor ángulo para fotografiar toda la belleza que tienes delante.
Porqué si hay algo que he descubierto en este viaje, es que las cosas más simples, son las que verdaderamente te hacen feliz. Y es en ese momento, en el que el pelo, la ropa, o el maquillaje no importan, cuando de verdad aprendes a mirar y a fotografiar desde dentro.
Cabo Polonio, La barra de valizas, punta del diablo. La laguna Garzón, la laguna de rocha, La laguna negra…. sitio tras sitio y lugar tras lugar que descubro, me descubro a mí misma hablando de la vida a través de mi cámara. Perfecta entre mis manos, rápida en todo momento, y fiel compañera de cada amanecer. Amaneceres como los que cada día nacen en la playa de Arachania, uno de los mayores espectáculos que he tenido el privilegio de ver, y que jamás olvidaré.
Comerse una torta frita mientras bailan un tanto uruguayo al fondo. Disfrutar de un Chivito en la plaza de un pueblo de 30 habitantes, tomar dulce de leche para desayunar (y a todas horas), y dejarse llevar por las carreteras infinitas de un lugar que me ha robado el corazón para siempre.
Uruguay es un país sin descubrir. Un país para perderse y encontrarse. Para fotografiar y aprender a mirar bien. Un país para viajar en compañía de una cámara que te de libertad, como la Fujifilm X-T20, y dejar que las horas pasen como si no importara nada más que cada momento que creamos con luz, y es que es justamente esa luz, la que nace de todos los que nos atrevemos a mirar el mundo desde un visor, el faro que ilumina nuestro camino cuando nos sentimos perdidos.
Llegué a Uruguay sin un rumbo fijo, y sin grandes expectativas, y ahora, 10 meses después de la mejor aventura de mi vida, recuerdo aquellas playas kilométricas de grandes olas, donde las casas cubiertas por la arena, se pelean con la orilla del mar, y siento que aquel lugar me ha cambiado por dentro.
Quizá viajar y fotografiar vayan casi siempre de la mano, porqué ambos son capaces de hacernos soñar. Ambos son, en definitiva, una forma de dejar que el alma hable.
2 comentarios
Muy buenas tus fotos Alba!, Uruguay además de ser un hermoso País tiene un buen promedio en calidad y calidéz de su gente. Tranquilos y respetuosos, solo se les suelta la cadena cuando de futbol se trata, fuera de eso y de un vino aún de escasa calidad, pero en progreso, se convierte en lo que uno podría llamar: “mi lugar en el mundo”……..aclaro, no soy Uruguayo!
Fui a Uruguay hace 7 años, estuvimos durmiendo en Cabo Polonio, sin luz, sin agua corriente, sin wifi… Fue mágico y muero de ganas por repetir.